martes, 14 de julio de 2015
Crónicas de un amor platónico (parte 35)
Los días en el colegio pasan. Mi vida como maestro en prácticas continúa. Cada día los niños no solo aprenden de mí, sino que yo también aprendo de ellos. Aprendo de ellos a saber tratarlos, a enseñarlos, a educarlos, a regañarlos, a castigarlos sin recreo y en general a ser un maestro, en todos los sentidos de la palabra. Pero no solo aprendo de ellos sino también de los propios profesores, e incluso de mi compañera de prácticas.
Mi interacción con Érika aumenta estando los dos en el mismo colegio. La veo todos los días, y todos los días no puedo evitar fijarme en ella. A menudo la veo rodeada de los niños de su clase, todos llamándola cariñosamente por su nombre y abrazándola. Ella les corresponde y los saluda, acariciándoles la cabeza y preguntándoles qué tal están. Todos parecen quererla, y ella a su vez también parece quererlos a ellos. Cada vez que la miro pienso con seguridad que Érika va a ser una gran maestra, porque lo lleva por dentro. Es justo lo que quiere ser desde siempre, desde que era pequeña.
De ella igualmente aprendo muchas cosas, y a veces incluso intento imitarla. Así por ejemplo también pregunto por los niños, trato de prestarles más atención, dejo que cojan mi mano y caminen agarrados a ella, y sobretodo intento solucionar sus problemas, en la medida de lo posible. Todos esos pequeños gestos contribuyen en mayor medida a mi formación como docente, que enriquecen mi interacción social y me permite abrirme más al alumnado. Me viene bien puesto que voy a dedicar mi vida a educar a niños y niñas.
Son pocas las ocasiones en las que tengo oportunidad de estar con Érika, los dos en una misma clase. En esas ocasiones ambos enseñamos a uno o varios niños a hacer los deberes en diversas materias y a leer, corrigiendo sus fallos y premiándolos por sus logros. Los dos estamos pendientes de que lo hacen todo correctamente y procuramos hacer bien nuestro trabajo, de la misma forma en que lo hacía con nosotros nuestra tutora de Infantil mucho tiempo atrás.
Cuando la miro ejerciendo como maestra sonrío inconscientemente. Pero no una sonrisa cualquiera, sino la misma sonrisa que tenía hace muchos años, cuando la veía de pequeño. Es en esos instantes cuando de pronto me quedo perplejo y pensando "¿Pero qué estoy haciendo?", y enseguida bajo de las extrañas nubes en las que acabo de subir, sacudiendo la cabeza. Lo malo es que no me ocurre una sola vez sino muchísimas, y empiezo a temer lo peor.
Los indicios aumentan cuando paso diversos momentos junto a Érika. Entre ellos cuando ayudamos a un niño entre los dos, cuando colocamos los adornos para el festival de Navidad, cuando hacemos el informe de la universidad juntos, cuando me siento con ella en un banco y charlamos, cuando esperamos fuera la primera hora de la jornada, cuando la veo en el patio desde la ventana y al revés, cuando la encuentro en los pasillos o coincidimos en la sala de profesores haciendo fotocopias... Incluso una vez la acompaño un día de lluvia a última hora los dos bajo mi paraguas, para que llegue a su coche sin mojarse. Durante el camino tenemos que saltar un pequeño río y por accidente caemos con los pies en él, salpicando y empapándonos todos los pantalones hasta las rodillas. Ambos reímos y entonces seguimos corriendo, donde más adelante se encuentra su coche y me da las gracias por acompañarla.
Todos esos pequeños momentos, esos instantes que pasamos juntos y que suceden igual que lo hace una estrella fugaz, poco a poco hacen que mi corazón vuelva a latir cada vez a mayor velocidad. De la misma forma que solía hacerlo en el pasado. Al final y por mucho que trato de engañarme, por fin me doy cuenta de que no es ninguna coincidencia, no es ninguna ilusión, no es ninguna casualidad...realmente está ocurriendo. Y aunque nunca lo hubiera deseado desde el último año del instituto, en realidad me siento feliz por estar así.
Bastan solo siete semanas para darme cuenta de que un sentimiento que creía enterrado para siempre nunca desapareció del todo. Bastan solo siete semanas para que vuelva a nacer, para que vuelva a resurgir. Bastan solo siete semanas para que vuelva a ponerme nervioso y a sonreír como un idiota cada vez que me saluda. Bastan solo siete semanas para esquivarla, para esconderme de ella y pensar que me ha visto, muriéndome de vergüenza. Bastan solo siete semanas para temblar, para latir el corazón a toda velocidad, para comportarme de nuevo como un crío, para preocuparme por el qué pensara de mí...para convertir a esa persona en el centro de mi universo.
Cuando ya no tengo la menor duda decido hacerle un regalo, porque me apetece y porque quiero decirle algo importante. Así compro una cinta roja, se la ato alrededor del cuello a un osito de peluche color crema y le escribo una nota pegada en ella que dice: "¡Muchas gracias por todo, Érika!"
Así, el último día de prácticas y que coincide con el festival de Navidad, después de bailar incluso los dos solos en el escenario frente a los niños y sus padres, le regalo con nervios el osito a Érika. A primera vista parece gustarle y me da las gracias, antes de llevárselo con una sonrisa. Yo también sonrío y ambos decimos adiós una vez más a nuestro querido colegio y a sus profesores, quienes se alegran de ver que seremos maestros igual que ellos, e igualmente nos dan las gracias por todo.
Yo sonrío y me marcho feliz. Resulta irónico volver a enamorarse del mismo amor platónico de la infancia, justo en el mismo centro donde lo conoces por primera vez. Ahora por fin puedo afirmar sin lugar a dudas lo evidente...
Me estoy volviendo a enamorar de Érika.
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