lunes, 13 de julio de 2015

Crónicas de un amor platónico (parte 34)


De entre las muchas cosas que esperaba para el futuro, nunca imaginé que algún día volvería al colegio donde estudié siendo niño, pero convertido en maestro. Se trataba de una idea que hasta para mí me resultaba imposible, inaceptable, improbable e inconcebible. Ya tenía experiencia y hasta cierto punto incluso me imaginaba cómo debía de ser eso de dar clases, tratando con niños y educándolos para convertirlos en mejores personas. Al principio suena muy bonito, pero si luego se recuerdan los gritos, los reproches y los recreos castigados, además de las quejas del tutor y su agitado estrés de vida, lo cierto es que a más de uno se le quitan las ganas de ser profesor.

Por todas esas razones desde pequeño no quería ser maestro, y recuerdo perfectamente las veces que afirmaba, con toda la confianza y la seguridad del mundo, que nunca en mi vida iba a ser uno. Lo tenía más claro que el agua.

Y sin embargo me encuentro aquí, ahora, en el mismo colegio donde estudié, rodeado de todas mis maestras y maestros que alguna vez me enseñaron, acompañado además de mi compañera de clase de toda la vida Érika. Ambos somos ahora maestros de prácticas, estudiando para lo mismo que ellos, y cuyo objetivo laboral es estar algún día en pie delante de una pizarra, al frente de un aula llena de niños y niñas que, como nosotros en el pasado, también deberemos enseñar y educar para convertirlos en personas.

Así recibimos la bienvenida al centro por parte del nuevo director, distinto al que teníamos en nuestra infancia, del equipo directivo y del conjunto general del profesorado. Todos nos ayudan y nos explican lo fundamental para ser docente, conforme acudimos cada día y nos ponemos en la piel de un auténtico maestro de primaria. Por primera vez en mi vida también entro en la sala de profesores y descubro los entresijos que esconde el colegio, totalmente desconocidos a cuando era niño. En general vuelvo a ver todo lo que ya conocía y explorando cosas nuevas, pero no ya desde los ojos de un alumno sino desde los ojos de un maestro.

Por supuesto, aún permanecen en el centro algunas de las profesoras y profesores que nos dieron clase a Érika y a mí siendo pequeños, y que se alegran de volver a vernos convertidos ya en adultos. Se llevan una gran sorpresa conmigo, ya que de mi compañera sabían que quería ser maestra, antes de abandonar el colegio. Me acuerdo de todos ellos y de los momentos que pasaba en sus clases, todavía muy presentes en mi memoria. También coincide con nosotros la tutora que tuvimos en Infantil con cinco años, la misma que fue a vernos en la graduación del último año del instituto. Los dos deseamos volver a su misma clase con ella.

Érika y yo nos dividimos en distintos cursos, y cada semana cambiamos de una clase a otra para intentar conocer los tres ciclos de Primaria, además de Infantil y alguna que otra aula especial. Recorro los pasillos, las clases, la cancha, el patio, los despachos de secretaría y del director, y no puedo evitar pensar en la nostalgia. Cada vez que lo hago me veo a mí mismo diez años atrás caminando por ellos, sentado en una de las sillas mirando la pizarra, haciendo fila para salir del aula, o corriendo en la cancha jugando en los recreos. Cancha que por cierto han derruido para construir en su lugar un nuevo pabellón de deportes, y que le quita cierto encanto al recuerdo.

Por otro lado, la tutora de Infantil también me provoca esa misma sensación, cuando me encuentro con ella en su clase. Me presenta a sus nuevos niños, quienes me miran con curiosidad y no dejan de hacerme preguntas. Más de uno se piensa que no soy adulto sino adolescente, y me pregunta si vengo del instituto, debido a mi apariencia juvenil. Se quedan asombrados con la boca abierta cuando la profesora les dice que vengo de la universidad y que Érika y yo fuimos alumnos suyos cuando teníamos su edad. Los niños lo flipan con la noticia y se emocionan, hasta que la tutora los manda a callar y de nuevo retomar la clase.

Durante las mismas la profesora me explica muchos de los trucos de la profesión, algunas facilidades y dificultades, y sobretodo formas y métodos para hacer que los menores me respeten. Incluso a veces me deja a mí al cargo de la clase cuando ella se tiene que ir unos minutos por cualquier motivo, dejándome las instrucciones previamente explicadas. En algunas de esas ocasiones leo un cuento con ellos, hacemos ejercicios y actividades en la pizarra, e incluso propongo algún que otro juego como premio por haber terminado los deberes. A veces la tutora también observa cómo doy la clase y corrige mis fallos, comentándolos y siempre interviniendo cuando ve que sus niños se pasan de la raya. Me dice que soy demasiado bueno con ellos y que no debo dejar que se me suban a la cabeza, porque si les ofrezco una mano agarran el brazo entero. También me dice que un maestro no debe nunca perder el control de la clase, o de lo contrario todo se desmorona.

A estas alturas me asombra ver que la misma tutora que me educó siendo pequeño me sigue enseñando, no solo con cinco sino también con veinte años. Quién lo diría.

Respecto a los niños, igualmente descubro que han cambiado. Ya no son a como lo éramos la generación de Érika y la mía, quince años atrás. Ahora se han vuelto más caprichosos, más maleducados y sobretodo más impertinentes. Nosotros no éramos así con esa edad, que yo recuerde. Por poner un ejemplo un niño malcriado me empareja con la profesora de Educación Física, afirmando que tengo relaciones sexuales con ella. Otro me arroja varias veces los materiales de su mesa, en ataques de ira. Algunos me llaman cabrón e hijo de puta. Otros simplemente hacen el corte de manga u obscenos gestos con las manos. En definitiva pienso que los niños están cada vez peor, teniendo en gran medida la culpa los propios padres.

Gracias a este tipo de casos aprendo de igual modo a cómo no educar a un niño, conocimiento que puede serme útil si el día de mañana decido ser padre. Esto de ser maestro también tiene sus ventajas.

Sin embargo, no todos son tan malos. Muchos de ellos también son buenos. Incluso yo diría que unos auténticos ángeles en miniatura. Cometen sus travesuras, como todo niño en su infancia, pero travesuras sanas. También son muy cariñosos y agradecidos. Algunos siempre que me ven corren a abrazarme en grupo, gritando con cariño mi nombre. Una vez casi logran tirarme al suelo cuando se agarran a mis piernas y por poco pierdo el equilibrio. Otros me regalan preciosos dibujos en los que salimos ellos y yo, en tamaño grande y rodeado por todos más pequeños. Cada vez que los veo sonrío y pienso si me verán como una segunda figura paterna.

Los más grandes, como los del tercer ciclo, son más despegados e independientes. Es normal puesto que son preadolescentes. No me regalan abrazos y son más reticentes. Sus travesuras van más enfocadas al ámbito del amor y las relaciones de pareja. Se enfadan si se propaga el rumor de que a alguien le gusta otro alguien, y la noticia corre como la pólvora en el resto de la clase. También critican lo guapo o feo que es un chico o una chica, y lo vanaglorian en función de sus atributos corporales. El ejemplo de este caso son un par de niñas de sexto que se acercan un día y me dicen que estoy muy bueno, para luego salir corriendo entre risas tontas.

También tienen la mala costumbre de emparejar profesores, sobretodo los más pequeños. Y eso mismo hace uno cuando nos ve a Érika y a mí sentados un día en un banco durante el recreo, preguntándonos que si somos novios. Érika y yo nos miramos al mismo tiempo y echamos a reír. Luego le decimos que no, que solo somos amigos.

En general la experiencia como maestro me agrada, no me arrepiento de estar aquí en un colegio dando clase.

Y lo declara el que una vez dijo que nunca iba a ser maestro.

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