miércoles, 3 de septiembre de 2014

Crónicas de un amor platónico (parte 5)


Desde aquel día, en el que mi amor platónico citó mi nombre como el de la persona que le gustaba, no dejo de pensar continuamente en Érika. Si antes pensaba mucho en ella, ahora lo hago diariamente, todos los días y a todas horas. No pasa ni un solo día en que mencione su nombre en mi cabeza, ni que sonría inconscientemente tan solo de pensarlo. Incluso fantaseo con ideas infantiles al ver a las parejas de los libros y de las películas, imaginándonos a ella y a mí como ellos: como los príncipes y las princesas, o como los héroes y las heroínas, soñando con sus historias y con tener algún día nuestro querido final feliz.

Lo único que sé, es que me siento feliz al pensar en Érika. La sola posibilidad de que tal vez pueda gustarle a la chica de mis sueños me desvela tanto que siempre duermo pensando ella. Hasta le deseo buenas noches y le confieso mis sentimientos en voz muy baja al silencio, antes de cerrar los ojos y con una dulce sonrisa. Noto las famosas mariposas en el estómago de las que oigo hablar, y ya no me importa admitir lo evidente: estoy enamorado, y puedo estar seguro de que por primera vez.

Sin embargo, muy pronto descubro que ése Eduardo que Érika mencionó una vez no soy yo, al menos a primera vista. Después de aquel cumpleaños de barbacoa en el monte, todo sigue igual a como era antes. Nada ha cambiado en lo que se refiere a nosotros dos: yo sigo estudiando y jugando por mi cuenta con mis amigos, y ella lo mismo con sus estudios y sus amistades. Coincidimos en los saludos típicos de los compañeros de clase, interactuamos con normalidad en el aula y en los recreos, y nuestras vidas siguen su curso aparentemente normal y sin nada que sospechar. Cualquiera puede decir que entre nosotros no hay nada.

Me entristece un poco saber que quizá no soy el Eduardo que le gusta, pero aún así, a pesar de todo, yo sigo estando enamorado de ella, al menos en secreto: un secreto que nadie más que yo en el mundo conoce. Me aferro a esa débil y pequeña posibilidad: a la posibilidad de que yo en realidad sí sea ése Eduardo, pero que no quiere demostrármelo, por las razones que sean. Mi amor por Érika sobrevive gracias a ese pequeño rayo de esperanza, que conservo como un tesoro y que me recuerdo a mí mismo cada día para verla en clase. De hecho, ella es la razón por la que me gusta ir al colegio.

Por mi parte, y para seguir su mismo juego, yo también intento ignorarla: la trato con normalidad, e incluso en ocasiones con pequeños dejes de indiferencia, igual que al resto de compañeros de la clase. Finjo desinterés en todo lo que ella dice o hace, y de esa forma ayudo a aumentar las posibilidades de camuflar mis verdaderos sentimientos, ocultos bajo mi aparente indiferencia. Nadie podría imaginar jamás, ni siquiera pasarle la idea por la cabeza, la más mínima posibilidad de que sienta algo por Érika.

De esta forma, ignorándola por fuera, pero queriéndola por dentro, ambos pasamos juntos el resto de años que nos quedan del colegio.

Pero no solo la veo en el colegio, sino también en otros sitios pertenecientes a la vida cotidiana: como en el supermercado, en el médico, e incluso en las clases de catequesis de la parroquia. Salvo los dos primeros, todos los domingos la veo pasando por los pasillos de la parroquia y en la propia iglesia, en los que siempre me saluda al verme y con una amplia sonrisa. Nunca se olvida de un compañero de clase, sea del colegio o de cualquier otra institución educativa.

De hecho, en nuestro camino de aprendizaje de la fe cristiana, una semana antes me pregunta en el colegio qué día voy a hacer yo la comunión: si el sábado o el domingo. Cuando le doy la respuesta del último día de la semana, ella se alegra y opina lo mismo, alegando que el mejor día para hacerla es el domingo.

Sin embargo, lo más sorprendente de todo lo descubro a los pocos días después de la pregunta de Érika. Mientras voy en coche con mis padres, les oigo hablar del esperado evento para el que he estado preparándome en catequesis estos años, la comunión. En un momento dado me preguntan si conozco a una niña de mi clase llamada Érika, cuyos padres le dicen a los míos que hacemos juntos, ella y yo, la comunión.

La sola idea me deja en estado de shock, no pudiendo evitar sorprenderme de la emoción. En nuestra parroquia, cuando se hace la comunión, cada pareja está formada por un niño y una niña, que andan juntos hasta el altar, para luego separarse cada uno por un lado e ir a su respectivo asiento, detrás de él.

Y, efectivamente, los dos hacemos la comunión el mismo día...pero a distinta hora.

Me da pena no haber hecho la comunión con Érika a la misma hora. Ella se adelanta y la hace antes, al estar en una clase de la parroquia, mientras que yo una hora después, al estar en otra. Me había hecho ilusiones de verla a ella con su vestido blanco, y yo acompañándola a su lado bien vestido con mi traje de evento. Caminando juntos hasta el altar, casi me parece una boda.

Y ése es precisamente uno de los deseos infantiles que pido una noche, antes de irme a dormir.

2 comentarios:

  1. Me gustó mucho esta crónica!!
    Se lo que es ilusionarse com alguien y que al final no resulte nada, es frustrante y muy doloroso
    Dios! Que pena me dio que no la hicieran a la misma hora! Ojala que si la hagan a la misma hora por alguna razon jaja
    Saludos!

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    1. ¡Hola, Diego!

      Muchas gracias por tu comprensión. Creo que todos pasamos alguna vez por eso en la infancia, y resulta muy triste.

      Bueno, por lo menos hicimos la comunión el mismo día. Algo es algo, jajajaja xD

      ¡Saludos y muchas gracias por comentar, Diego! :D

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